Las palabras que utilizamos para comunicarnos son las bases para nuestra conexión con otros, con nuestro entorno, y con nuestra propia identidad. Identificarnos en nuestros propios términos y ser reconocidos con palabras inclusivas forma parte de la democratización del lenguaje y del orgullo de ser quienes somos. Sin embargo, en algunos casos el lenguaje puede ser utilizado para excluir a ciertas personas o reproducir sesgos negativos hacia otras. Una investigación de la Universidad de Stanford demuestra la forma en la que se utilizan ciertas palabras del lenguaje cotidiano, aunque parezcan relativamente inofensivas, pueden perpetuar estereotipos de género. Un lenguaje inclusivo de género El movimiento hacia un lenguaje inclusivo de género se puso en marcha con un enfoque específico en eliminar y evitar construcciones sociales sexistas.
Empero se conocían desde mucho antes: vivían a tres cuadras de distancia y él era compañero de trabajo de su marido. Fue la soledad que sobrevino a la viudez primero de uno y después del otro lo que los unió. Pese a que la relación prosperó, y ya llevan un noviazgo de tres años, decidieron seguir viviendo en casas separadas. El amor y la pasión parecerían relegarse necesariamente con el paso de los años.
Esta interacción permite al estudiante ir desarrollando dos facetas importantes de su caché. Aprende a reconocer su papel dentro de un grupo. Se da cuenta de que puede aportar al grupo y recibir de él. Empieza a aceptar las reglas del juego y percibe el enfado de sus compañeros cuando no las cumple. A través del grupo de clase aprende que es un ser social.
En realidad, no es complicado imaginar qué puede interesar a una mujer en un hombre, aunque cada una de ellas sea un mundo diferente. Ya se sabe, una personalidad divertida, afable, entretenida o cariñosa es importante —especialmente en el largo plazo—, pero no lo es todo. Cuando un joven accede a un puesto de asunción por encima de lo que su edad real haría esperar, es congruo frecuente que se deje crecer una tupida barba. Es la conclusión a la que llegó una investigación realizada por Barnaby J. Dickson y Paul L. Vasey, que señalaba que la barba envejece, a cambio de constituirse en signo de distinción social.