Don Gabriel, al retirarse después de una cena no menos regalada que la comida, sintió deseo de respirar el aire fresco de la noche; apagó la vela, y alzando el pestillo se encontró en el corral. En aquellas remotas y negras profundidades nada vio al pronto don Gabriel, pero al poco rato, fuese merced a los generosos espíritus del añejo ron de Juncal, o a que era para don Gabriel uno de esos momentos en que hace crisis la vida del hombre, y este se da cuenta exacta de que entra en un camino nuevo y el porvenir va a ser muy diferente del pasado, comenzó a alzarse del oscuro telón de fondo una especie de niebla mental, una nube confusa, blanquecina primero, rojiza después, y en ella se delinearon y perfilaron cada vez con mayor claridad escenas de su existencia. Un recuerdo sobre todo estaba fijo en su mente. Para lograr su deseo, aprovechaba la ocasión de un domingo por la mañana: todo el mundo estaba en misa: momento decisivo y supremo. Contempló ansiosamente el lindo avechucho. Ocurriósele una idea luminosa. Poner una silla sobre la cómoda de su hermana.
No te atormentes por su corazón, afectividad mío; déjalo en la oscuridad. Déjame aceptar sin preguntas este sencillo arrepentido de sus miradas, y ser así feliz. II Igual me da si es un manto de ilusión el que sus brazos tejen alrededor de mí, porque el manto es rico y raro; y al engaño se le puede sonreír, y olvidarlo. IV Deseaste mi amor, y, sin bloqueo, no me amabas.
Es muy singular el don que tiene Madrid, con ser tan grande en comparación con una aldea, para achabacanar tipos, acreditar frases y poner motes. Lo que el marqués deseaba con tan descomedidas ansias, era un cachorro varón; pero llegaron a pasar tres años, y lo deseado no venía. Al cumplirse los cuatro hubo grandes barruntos de algo. La entregaron enseguida al pecho mercenario de una nodriza; y por la razón o el pretexto de que su madre no había quedado para atender a los cuidados molestísimos de su crianza, se acordó que la nodriza se la llevara a su aldea, en el riñón de la Alcarria. Diez y ocho meses bien cumplidos estuvo en la Alcarria; y refería después la nodriza que, en las pocas veces que en ese tiempo fue el señor marqués a ver a su hija, se le caía la babaza de gusto al contemplarla rodando por los suelos, medio desnuda, entre cerdos y rocines, tan valiente y risotona, y tan sucia y curtida de pellejo, como si fuera aquél su elemento natural y propio.